Esta noche he entendido, Ana, por qué propusiste que el grupo de oración de Madrid se estableciera en Callao, en esa especie de plaza inhóspita y maloliente, ruidosa y como avergonzada de sí misma.
Cada noche hace más frío y la lluvia se está convirtiendo en la compañera habitual de nuestros Rosarios. Pero eso no nos arredra ni a nosotros, ni a las chicas, en realidad no tan chicas, que pueblan las inmediaciones del abortorio de Callao.
Es un lugar extraño y reconozco que a medida que pasan los días (décimo quinto día de oración ya) me fascina cada vez más. Pero no es fácil hablar de él sin caer en la cháchara paternalista del habitante de barrio bien en zona marginada.
Un abortorio cochambroso, con pinta de ofrecer los descuentos que sean necesarios con tal de alcanzar cada día su cuota de mercado en forma de seres humanos despiezados. Borrachos. Inmigrantes de todos los continentes que vagan entre las prostitutas. Padres de familia que caminan deprisa agarrando de la mano a sus hijos. Tipos que se detienen un momento y luego orinan junto a nosotros. Niños chinos y sudamericanos que en grupo vuelven de algún lugar. Viejos que se ríen de Dios cuando nos oyen (“¡Dios está muy lejos de aquí!”, nos gritó esta noche uno de ellos), Y cantidades más que regulares de prostitutas que se exhiben día y noche justo donde nos reunimos para rezar.
De vez en cuando alguna se despista.
– ¿Vienes a pasar un rato conmigo?
– He venido a rezar.
– ¡Uy, perdona! ¡Qué metedura de pata! ¡No te había reconocido!
Y presidiendo el lugar, el Templo Eucarístico de San Martín de Tours. El Señor expuesto día y noche frente a esta humanidad que la ciudad esconde. El Sagrario siempre abierto hace de este un lugar grandioso. Señor, te doy gracias por haberme traído.
Hace poco más de dos semanas que Ana nos dejó, pero sigue por aquí. Estuvo conmigo la primera vez que salí a la calle a rezar solo. Sé que yo nunca hubiera sido capaz de plantarme solo ahí en medio, con el Rosario más grande que tengo en una mano y en la otra ese cartel cuyo plural de repente me pareció patético (Rezamos por el fin del aborto). ¡Gracias, Ana! El Señor manda, pero tú ayudas.
Hoy has vuelto a rondar por la plaza. Ha sido durante el segundo Rosario. Junto a la puerta de San Martín ha florecido un arbolillo. Es poca cosa pero está lleno de flores blancas y su luminosidad, aun en noches borrosas, de lluvia y viento, como la de hoy, resulta un poco fuera de lugar.
Una de las chicas que mercadean junto a nosotros se ha dirigido a un transeúnte, por supuesto un hombre, con esa confianza con que las de su oficio interpelan a los desconocidos. Le ha pedido que le arrancara una rama del arbolito cargada de flores. Ella no alcanzaba la copa. Creí estar presenciando los prolegómenos de otro acto de vandalismo callejero. Pero mis ojos sucios, Señor, han vuelto a equivocarse, fariseo de pie en medio de la plaza contemplando a la publicana.
Con la rama de flores en la mano, la chica se ha dirigido a la entrada de la iglesia y la ha depositado cuidadosamente en la puerta. Luego se ha marchado.
Esta noche he entendido, Ana, por qué propusiste este lugar para que rezáramos por la vida.
Miguel
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